Crónica 1: El mito de la madre perfecta
La madre perfecta. Esa idea de que una mamá debe hacerlo todo bien, siempre, sin errores.

En el imaginario colectivo tenemos muy presente a esa madre abnegada que nunca se cansa, que siempre está feliz, con unos niños monísimos, un marido exitoso, una casa de ensueño y todo bajo control.
Estoy segura de que te viene a la cabeza esa madre de película, con las uñas y el cuerpo perfecto, que justo acaba de hornear esas galletas de mantequilla y canela para sus tres hijos perfectos, rubios, monísimos y superdotados, ¿verdad?
Y al mirarte al espejo descubres la cruda realidad: era todo un mito.
Lo siento, querida amiga, pero este cuento de hadas no es más que una historia que nos contamos a nosotras mismas como un castigo que solo nos hace sentir insuficientes. Porque si hay algo que todas las madres compartimos es el sentimiento de saber que hagamos lo que hagamos, nunca será suficiente.
¿Y cuándo empieza a desarrollarse el mito de la madre perfecta? La respuesta es sencilla: antes de convertirnos en madres.
Y en cosas tan sutiles como el "Yo nunca".
Si me hubiesen dado un chupito por cada "Yo Nunca" que dije que no haría antes de ser madre, ahora mismo estaría esperando un nuevo hígado.
Bien lo dice el dicho: las mejores madres no tienen hijos.
Las mejores madres no tienen hijos
En mi caso, el mito de la madre perfecta comenzó a forjarse cuando quedaba con las amigas que tenían hijos.
Una comida con niños puede convertirse en una auténtica locura: dependiendo de la edad de los niños, pueden estar correteando, gritando, tirando comida al suelo, llorando, riendo, llorando y riendo a la vez, la mesa llena de juguetes, mientras tu amiga intenta poner orden sin éxito a la vez que mantiene una conversación contigo sin mirarte a la cara.
Es frustrante, lo entiendo.
Pero es más frustrante para esa mamá desbordada que no puede, por mucho que intente, controlar a dos fierecillas humanas.
"Yo nunca dejaré que mis hijos griten en la mesa de un restaurante" "Yo nunca dejaré que mis hijos tiren comida al suelo" "Yo nunca dejaré que mis hijos vean una pantalla en su vida"
Sin darme cuenta, comenzó a formase una idea de la maternidad perfecta al intentar evitar replicar conductas que desaprobaba.
Hasta que... salió positivo.
Un positivo en un palito bastó para que el mito de la madre perfecta me aplastara con todas sus letras en mayúsculas.
Primero fue el mito de la comida: "Yo nunca comeré insano durante mi embarazo", mientras los croissants de chocolate se reían a mis espaldas (y en mi barriga).
"Yo nunca dejaré de ir al gimnasio porque es salud para mi hijo". Mi motivación apenas duró tres meses.
"Yo pariré naturalmente, sin epidural y controlando el dolor". Tras 16 horas de parto terminé en cesárea urgente.
Han pasado muchos meses desde que me convertí en mamá, y desde entonces el mito de la madre perfecta se ha ido desmoronando. No con grandes gestos ni momentos dramáticos, sino con las situaciones cotidianas que traen los días.
La maternidad me ha golpeado con tanta fuerza que las expectativas que había alimentado durante años se diluían con cada pañal mal puesto.
Pero también, y en medio de esa vulnerabilidad, algo nuevo empezó a surgir: una versión de mí misma. Una madre que, aunque no hubiera parido de la manera que imaginaba o logrado todas las metas del “manual”, seguía amando con la misma intensidad.
No soy la madre ideal que tantas noches había imaginado, pero soy una madre real. Una madre que aprende, que se cae y se levanta, que ríe y que llora. Una madre que, a pesar de los fracasos y las dudas, sigue estando aquí, dispuesta a abrazar las imperfecciones de esta increíble aventura.
Porque, al final, ser madre no significa ser perfecta. Es simplemente ser.